viernes, 13 de abril de 2012

Burbujas.

Comencé a llorar a los diez años. No es que no llorara antes, pero a los diez hice mi horario de llanto. Odiaba que la gente me viera llorar, venían con su condescendencia estúpida y su horribles palabras de aliento. Lloré un mes seguido, con pausas para comer, ir a la escuela e ir a la natación, habilidad que hacía muy feliz a mi madre. Hacía muy feliz a mi madre en esos días, parecía una balanza, entre más triste estaba, y más automáticamente hacia las cosas, mi madre era más feliz.
 Antes de llorar por un mes había sido muy feliz, mi mejor amiga me había regalado una playera de los Beatles que usaba casi diario, excepto cuando mamá me la quitaba para lavarla. Ella murió en la carretera, iba a un concurso de oratoria, o algo por el estilo, no lo recuerdo, ya todo parece muy confuso. Ahí fue cuando lloré todo un mes. Después de ese mes de llanto fue que comencé a odiar. Las lágrimas, las personas, las personas lloronas, a mi.
A los catorce atravesé los existencialismos y me enseñaron que la vida no es un vector, lo cual me desalentó aún más, fueron mis llantos de la adolescencia, más esporádicos, pero más sucios y cansados.
Un día apareció una chica, esa a la que le soñaba los hijos y la casa, pero que era tan distraída que no lo notaba. Sólo llegaba a escribir lo patético que me veía buscándola a las nueve con treinta fuera de su salón todos los días y dormía muchísimo. Por aquella época fui a un concurso de dibujo, en cada viaje temía morir, o recordarla y ponerme a llorar.
Un día las vi, en la calle a las dos, a la muerta y la viva. Y de pronto desperté y tomé un poco de agua en la cocina. Días después me aceptaron en la universidad, día que mi mamá brilló y sonrió tanto que despertó a toda la colonia.
Pero hoy, hoy nada de esto tiene sentido ya. Me están poniendo muchísima sangre, y veo la cara de preocupación en el sujeto que me sube a la ambulancia. No tengo idea de lo que pasó, dicen que el impacto fue muy fuerte, que debí cruzar corriendo la calle. Ah, lo recuerdo, del otro lado iba ella, de espaldas, la quería alcanzar. Tal vez no debía alcanzarla.
Algo extraño me hace sonreír, es una especie de silencio nulificante, como si fuera volviéndome nada al fin. Como si ya no tuviera que llorar, porque no es necesario. Porque mi burbuja de infelicidad ya reventó, porque si no hay algo más ya no hay nada. Ningún lugar donde llorar, y ella, la que me mira desde aquella montaña. Qué mal que es una balanza, no me gusta ver a mi madre llorar vestida de negro.
Y ahora me entierran. Que ironía que se llegue al "cielo" al mismo tiempo que te entierran.

—Hola, ¿de qué había sido tu concurso?