viernes, 30 de noviembre de 2012

Bloqueo.


Maldito cuento, no se dejaba terminar.
Creo que así empiezan las historias, al menos las mías, de escritores frustrados: con un bloqueo.


Mi bloqueo empezó el miércoles, a las once cuarenta y cinco en un café del bulevar Nodriza. Buscando razones, excusándome por mi mediocridad como escritor, recuerdo a una mujer dos mesas adelante a la que no le quité la vista de encima hasta que llegó mi segundo plato de cereal con chocolate. Treinta y dos años, una hipoteca y sigo desayunando como adolescente.


La noche anterior tuve una pesadilla, no la recuerdo bien, sólo algunas ideas: Era una pradera, el pasto rozaba mis rodillas y caminaba con dificultad. No caminaba hacia algún lugar el particular, sólo caminaba con el viento. La sensación de libertad era hermosa. De pronto tengo esta sensación, en la espalda, abarcándome igual que un escalofrío, pero de puro dolor. La pradera desaparece y aparece un árbol frente a mí. El árbol está quemándose y sólo observo. Despierto en la arena, me veo caminando hacia el sol. Despierto con un grito. Entiendo que haya relación entre nuestra vida diaria con nuestros sueños, pero las abstracciones que es capaz de hacer nuestro cerebro me parecen ridículas y desesperantes. Eso me tenía, o tiene, algo distraído.


Encuentro otra supuesta razón para bloquearme. El recuerdo de Débora. Desde que nos conocimos tuve esa sensación de que no congeniaría con ella, aunque no mucho después terminamos en la cama. Nuestra primer conversación fue acerca de un ensayo sobre la refutación del tiempo. Palabras grandes para una mujer de apenas veintiuno. (Otra vez la misoginia heredada de mi padre.) En ese tiempo yo tenía veintinueve, estaba en Barcelona para un congreso de la Academia Europea de ciencias, invitado por un amigo, Ernest Midara, Físico Israelita. Nuestra conversación llegó a la refutación del tiempo por un comentario que hice sobre la relatividad. Qué descuido. Ella y yo tomamos las riendas de la conversación, compitiendo. Recuerdo como se re-peinaba aquel cabello, en ese entonces, corto hasta los hombros y negro. Demasiado lacia. Seguimos conversando en el taxi de camino a su hotel, que quedaba de paso al que nos hospedábamos Ernest y yo. La conversación estaba estancada en la culpa del desarrollo de las fuerzas atómicas. De pronto llegamos a la entrada de su hotel.


Lo siento, Ernest, se baja conmigo.
¿Perdón?
Te bajas conmigo, vamos a seguir conversando, tal vez beber.
Nos vemos mañana, Ernest. —me bajé y tomé el abrigo que llevaba en la mano—

No estés tan seguro que te quedarás, sólo has resistido la conversación por tres horas.
No estés tan segura que no, hemos hablado de cosas demasiado simples... simple ciencia.


En el ascensor imaginé que nos besábamos, luego al entrar a su casa la desvestía y teníamos sexo de una manera demasiado agitada.


¿Qué tomas? —preguntó en el pasillo—
Vino tinto, cerveza y Vodka. Mi desprecio por el Whisky es herencia familiar.


Entramos a su cuarto y sirvió un Merlot en dos copas. Conversamos durante toda la botella. Salimos al balcón y antes de que pudiera mencionar lo bella que era la noche, me tomó por la cintura, me dio la vuelta y me besó. Luego la besaba yo, luego la desnudé yo. El placer fue inmenso en aquella noche.


Desperté y estaba mirándome.

No estoy enamorada. Pero eres un tipo bastante peculiar, me entretienes. Ojalá te enamores de mí y tenerte más de un mes.
Me tengo que ir.

Salí poniéndome el saco y ajustando mi cinturón. En mi bolsa estaba su número.


Era una mujer impresionantes, bella e inteligente hasta las nubes. Pero una mujer fatal.
Eso lo descubrí pocos días después, cuando me siguió a México alegando quererme y ocho días después se acostó con Ernest. Veinte días después vivía conmigo. El sexo era genial, la conversación. Poco a poco también fui conociéndola. Era una mujer rota, extraña e impulsiva. No superaba la soledad ni el abandono. Odiaba el color de su ojos, nunca dejaba que los viera, no desde que aprendió que los ojos delatan los sentimientos. De gustos diversos, no demasiado esnob, pero si muy pretenciosa.


Me di cuenta que estaba enamorado de ella un día que se raspó la rodilla. Se cayó al tropezar con una alcantarilla. La hice sentarse en una banca, saqué un pañuelo, una cantimplora con Vodka y le di a morder mi tarjetero. Le hice un intento de curación. Al estarle limpiando levanté la cabeza, miré su largo cabello castaño y sus puntas rubias, su expresión de preocupación y dolor juntas, vulnerable. De pronto notó mi mirada y sonrió. Ahí lo supe. Supe que era mi perdición.


Se fue un martes en la tarde. Habíamos vivido dos meses juntos en Barcelona, fui contratado como editor en una revista y ella continuó con su trabajo de editora independiente, como siempre. Hizo su maleta, y me dio un beso mientras miraba una taza de café.


Sólo... odio la felicidad. Estoy programada para evitarla, para evitar la plenitud. Para evitar cosas tan bellas como tú.
Te amo. —le dije mirando la taza—


Se fue. Trabajó en Barcelona otros dos meses y luego se fue a Italia. No se más de ella.

La simpleza con la que describo aquel día es la misma que tuvo. Fue simple, solo fue una persona empacando y tomando un taxi. Sólo fui un tipo mirando su taza de café frente a la ventana. Porque los sentimientos implicados no merecen ser mencionados, para evitar juzgarlos.


Para el momento de mi bloqueo en el restaurante se cumplía justo un año desde que se fue.


Ahora voy en avión a México. Y nada de esto es verdad, es sólo una distracción ya que falló el sistema de entretenimiento de mi asiento.


Pero las cosas sí son simples, y sí se deben respetar los instantes, y ante todo la lealtad al amor.




Y sí la amaba.


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